“A nadie debáis nada, más que amor…” recomendaba san Pablo a los romanos, porque “amar es cumplir la ley entera” (cf. Rom 13,8-10). Efectivamente, queridos hermanos, el amor es la clave para entender el cristianismo en su profundidad y en su extensión. Jesús mismo había dado ya su mandamiento nuevo del amor, y Pablo ya había escrito aquello de “Ambicionad los bienes mejores…;  si no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o unos  platillos que aturden… si no tengo amor, no soy nada…  El amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia; el  amor no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se  irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que  goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta  sin límites. El amor no pasa nunca…

Sólo que el amor para el cristiano no es una palabra bonita. Conlleva alegría, pero también sacrificio, entrega…  El amor cristiano tiene un modelo: Jesucristo, “que me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20), en ese amor hasta el extremo (cf. Jn 13,1) cuya mejor imagen es la cruz. Es en la cruz de Jesucristo donde se nos revela el amor de Dios y es en las cruces de cada día, en las propias o en las ajenas, donde debemos hacer presente el amor de Dios. Esto no es demagogia… y tiene que ir más allá de la teoría para hacerse vida. El verdadero amor hace que nos sintamos responsables unos de otros.

Tanto el Evangelio como la primera lectura de Ezequiel nos muestran una forma muy costosa para todos nosotros de mostrar amor por los demás: corregirlos…, o dejarnos corregir, si fuera el caso. Precisamente porque no debemos deber nada a nadie más que amor se puede despertar en nosotros esa libertad y esa fortaleza para acompañar al hermano en su camino hacia la perfección. Eso es realmente la corrección fraterna.

Corregir fraternalmente no es echar en cara los fallos, las limitaciones del otro. Es ponerse en camino con el otro y caminar juntos hacia lo mejor, considerando que yo también necesito de su ayuda para corregir mis propios fallos.

Corregir fraternalmente no es criticar por detrás, ni mirar por encima del hombro. Es ponerte enfrente, y decir: confío en ti, podemos hacer las cosas mejor, quiero ayudarte, porque te quiero.

Corregir fraternalmente no es poner paños calientes y disculpar como si no pasara nada. Es darle importancia a los fallos, la que tienen, ni más ni menos, pero considerar que son superables.

Corregir fraternalmente es advertir del peligro que se corre si no hay cambio de rumbo, es poner nueva luz en el sendero, es anticipar el riesgo y es iluminar un nuevo horizonte con nuevas posibilidades, mejores y más bellas.

El profeta Ezequiel tiene conciencia de esa misión y de las dificultades que entraña. Está puesto de “atalaya” para contemplar desde arriba, desde Dios, y advertir del peligro que entraña la maldad. Podríamos decir que apela a esa responsabilidad propia que nace de la escucha de la Palabra de Dios y que busca el bien común.

Jesús en el Evangelio no sólo recuerda esa misma responsabilidad a los miembros de la comunidad, sino que también muestra su confianza en nosotros, dándonos la posibilidad  incluso de salvar a nuestro hermano, convirtiéndonos en instrumentos de la salvación de Dios.

En un mundo como el nuestro, tan degradado en los valores, con tanta locura y sinrazón, la Iglesia debe ser esa atalaya y tener ese talante profético, siendo humilde y fuerte, haciendo suyos los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres y tendiendo la mano a todos.

Personalmente a mí esta es una de las responsabilidades que más me cuestan como sacerdote. Imagino que a todos nosotros. Por eso necesitamos la oración, el crecimiento en el amor, la fortaleza y el ánimo que da el Espíritu del Señor. Debemos pedirlo en esta Eucaristía, conscientes de que nuestra oración alcanzará el cielo, porque, como hemos escuchado,  donde dos o tres están reunidos en su nombre, allí está el Señor en medio de ellos…